Escrito por: Isabella Bernal – Publicado por Volcánicas
Los rastros del mercurio utilizado por la minería ilegal de oro en la Amazonía se marcan en cuatro elementos: bagre, termómetro, hebra de pelo y cadena de oro. En ellos confluye la intoxicación de los cuerpos de las mujeres indígenas que viven en este lugar.
Decenas de peces tallados en madera cuelgan en una sala del museo La Tertulia en Cali. Son la réplica de sesenta y tres especies de bagres del río Amazonas hechas por Enrique y su hermano Confucio Hernández, indígenas uitotos de Araracuara1. La precisión de las figuras es el resultado de largas conversaciones con otros indígenas pescadores, familiares suyos, biólogos e ictiólogos sobre las relaciones ecológicas de estos peces con las aguas dulces. Detalles como el color, la figura y el tamaño han sido afinados por mucha gente que convive con estos animales. El ejercicio empezó hace unos treinta años como un estudio de monitoreo comunitario sobre la alimentación de familias indígenas y colonas del medio río Caquetá y terminó en el libro Piraiba publicado por Tropenbos Colombia, que se volvió una exposición de arte inaugurada en la COP16 de biodiversidad en Cali.
Esos peces colgados representan los viajes que muchos de su especie hacen por los ríos de Colombia, a las comunidades ribereñas que se alimentan de ellos y sobre todo, a las mujeres que los cocinan y se los dan de comer a sus familias. También a aquellas que han dado a luz y han visto morir a sus hijos por consumirlos. Esas figuras están conectadas a los relojes y cadenas de oro exhibidas en vitrinas de joyerías y dejan atrás cientos de litros de mercurio en aguas amazónicas.
Aunque La Tertulia no hizo parte oficial del evento convocado por Naciones Unidas al que llegaron más de quince mil turistas y asistentes, sí presentó una agenda alternativa a las negociaciones políticas que, durante dos semanas, ocurrieron en el Centro de eventos Valle del Pacifico, la llamada Zona Azul.
Esa mañana la sala estaba vacía y por un interés personal, casi caprichoso, en los llamados peces de arrastre —término que tomé de un amigo biólogo quien me contó que andan por los suelos de los ríos—, me detuve frente a un pintadillo tigre (Pseudoplatystoma tigrinum). Su aspecto me pareció el más común entre los bagres pues quienes no crecimos viéndolos, los asociamos a dorsos pintados con rayas negras.
El bagre no tiene el carisma del delfín rosado ni la presencia de la piraña; es, más bien, un pez ordinario, utilizado en burla por su fealdad. Pero sus largos bigotes guardan historias de migraciones que parecen eternas; ni los raudales detienen sus recorridos por uno de los ríos más largos del mundo: el Amazonas. Por eso, estos viajeros son los mejores testigos de la contaminación de las aguas interconectadas del bioma amazónico.
Hasta hace unos diez años era usual verlos amarrados de sus agallas frente al puente que cruza el río Magdalena en Honda, Tolima, pero eso ya es historia. El bagre, para mucha gente del interior de Colombia, es el más común de todos los peces, y aunque el pintadillo de la Amazonía es una especie distinta a la del Magdalena, la relación es directa. Por su consumo, el pintadillo tigre se ha convertido en una de las especies más amenazadas por la pesca comercial en Colombia. Según el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas SINCHI, la Amazonía le da un poco más del 30% de la pesca comercial a Bogotá y de este mercado participan pescadores de países vecinos como Perú y Brasil, quienes en un 90% sacan peces sin escamas, es decir, bagres. Por eso, y por la falta de acuerdos de pesca, se ven cada vez menos.
El ejemplar que tenía enfrente y parecía navegar entre las corrientes del aire acondicionado del museo, era la bella representación de una de las especies con cantidades de mercurio más altas de las sugeridas por el Comité Mixto de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), que analiza los contaminantes en animales. El bagre rayado, como le dicen en varios pueblos de Colombia, aparece en la lista de especies más contaminadas que fueron sacadas de los ríos amazónicos Caquetá, Cotuhé, Apaporis y Puré en zona fronteriza con Brasil, a través de uno de los pocos estudios que existen sobre el tema, publicado por la Universidad de Cartagena y Parques Nacionales en 2018.
El equipo liderado por el profesor Jesús Olivero realizó pruebas en 243 peces. De todos, el tucunaré (Cichla ocellaris), que viene siendo la carnada que utilizan los pescadores para atrapar al piraiba o valentón, un pez simbólico para algunos pueblos indígenas, obtuvo la mayor concentración de 4.73 ppm (partes por millón) sobrepasando el valor recomendado de hasta 1.54 en peces de consumo. Otros como el simí (Calophysus macropterus), conocido como la mota, también aparece en los primeros lugares.
Los datos encontrados por el profesor Olivero en trece años de investigación son repetidamente reseñados porque existen pocos estudios sobre el tema en Colombia. Desde 2018, se han hecho más, pero la mayoría no son de acceso público. La razón principal, de la poca evidencia científica es, tal vez, la falta de presupuesto que se le destina a esta región, así como a otras consideradas periféricas, donde mayoritariamente viven personas negras e indígenas. Pero más allá de eso, Colombia es unos de los países que menos invierte en ciencia. Actualmente, solo el 0.02% del PIB se le asigna al Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación.
Ese mismo día, antes de estar frente al móvil de peces de madera, había conocido a Lucía, una mujer indígena de 38 años, que se interesó en conversar conmigo sobre los efectos del mercurio en las mujeres de su región, la razón que me había llevado a Cali. Hacía diez meses que estaba haciendo entrevistas y buscando conversaciones informales sobre el tema, y la COP16 parecía ser el espacio ideal para hacer más preguntas.
Nuestro encuentro era una grata coincidencia en medio de las incontables reuniones que Lucía tenía programadas en esos quince días en Cali. Ella era parte de una delegación de indígenas amazónicos de ocho países.
Mientras desayunábamos cerca a su hotel en el barrio San Antonio, me dijo riéndose que cuando ella y su familia viajaban a visitar a sus vecinos, les decía: “a nosotros no nos van a preparar mercurio”, o sea pintadillo.
“Arriba, en el río Puré, nadie puede comer pescado. Hay muchas balsas (utilizadas para extraer oro) y aunque la guerrilla les cobre la vacuna y el Ejército las bombardea, llegan otras. Los mismos mineros le dicen a la gente que es mejor no comer simí”, dijo mientras escribía en su celular. El río Puré es un afluente del río Caquetá y atraviesa un Parque Nacional Natural que lleva su nombre. El simí o la mota, así como el pintadillo, son peces que han empezado a restringirse de manera voluntaria entre las comunidades indígenas, desde que las oenegés llegaron con los resultados de los estudios.
En 2018, WWF dijo que el 81% de los peces carnívoros en Brasil tenían niveles de mercurio por encima del estándar de la OMS. Las pruebas hechas en delfines de río en las cuencas de los ríos Amazonas y Orinoco, también mostraron números muy altos. Los delfines rosados son centinelas que pueden vivir hasta cuarenta y cinco años y hacer recorridos tan largos que sirven para saber el estado de salud de los ecosistemas. El Puré se conecta con el Caquetá y este, a su vez, con el Amazonas, que recorre seis países. Los viajes del agua son inabarcables por cualquier frontera y la vida acuática transcurre a través de especies que se encargan de conectar a la gente amazónica, más allá de su nacionalidad.
Lucía ha vivido en distintos lugares de la cuenca del río Caquetá, siendo testigo de los cambios en los cuerpos de las personas y de los animales. Según ella, “cuando los colores de los peces se vuelven más fuertes es porque vienen más contaminados”.
Las mujeres son las primeras en notar los sarpullidos rojos en las manos y los pies de sus niñas y niños, así como las transformaciones en los animales y productos que cosechan y cocinan. La chagra, como llaman al cultivo, no sólo es el lugar de la siembra donde se cuida la salud del territorio, sino también es donde le transmiten el conocimiento a sus hijos, así lo dice una de ellas en el video Sembrar Palabra Dulce. Por eso, en la chagra es donde se garantiza, en el nivel más fundamental, la supervivencia indígena. Las mujeres no sólo se encargan de preparar la comida, sino también de cuidar todo el ciclo de alimentos como la yuca: una riqueza más grande que el oro.
Juliana Sánchez, antropóloga de la Fundación Gaia Amazonas que ha trabajado de cerca con grupos de mujeres en la Amazonía oriental colombiana (Amazonas, Guainía y Vaupés), explica que, según las creencias amazónicas, los cuerpos femeninos están hechos de almidón de yuca, y son inherentes a las yucas cultivadas en sus chagras. Saben que si los cuerpos de las mujeres se contaminan, en este caso con mercurio, van a contaminar a la chagra. Si ellas enferman, su cultivo va a enfermar, así como su familia y la chicha que sacan para hacer los rituales. Como una cascada de efectos nocivos que ponen en riesgo la vida de cientos de personas.
En palabras menos, sin mujeres saludables no habría culturas indígenas en la Amazonía.
“Todos los ríos se comunican entre ellos, los peces viajan sin fronteras y dialogan con nuestros territorios. Todo se conecta”, me dijo Lucía señalando en un mapa guardado en su celular el recorrido que hace el agua desde el río Puré, cerca a Brasil, hasta los distintos pueblos ribereños en el departamento de Amazonas en Colombia.
En la chagra se conectan los bagres, el río, la yuca, su cuerpo y su familia.
Para nuestra medicina, las enfermedades se tratan por órganos y por eso rara vez se formula un remedio considerando las señales del cuerpo completo. En muchos casos, tampoco se analiza al paciente en relación con su entorno, omitiendo la cadena de situaciones que están conectadas a animales, plantas, suelos y hasta creencias. La enfermedad empieza con los síntomas y termina con el paciente.
Pero para entender el problema del mercurio en la Amazonía tendríamos que deshacernos de esa idea y en cambio, considerar la noción que tienen las comunidades indígenas como una red de relaciones con otros humanos, animales y con sus lugares. Prescribir la enfermedad de manera sistémica para que la solución no se quede solamente en prohibir el consumo de algunos peces sino que se construya en colaboración con otros países que quieran controlar el uso de mercurio en las bocas, los ramales y afluentes de los ríos.
Para Lucía, esta era la razón de nuestra conversación. En los últimos años la minería ilegal de oro ha crecido sin medida dentro de la Amazonía, y Colombia aparece como el tercer país con más contaminación por mercurio. Según datos del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de 2023, la minería ilegal de oro utiliza entre cincuenta y cien toneladas anuales en las distintas regiones del país.
“Así las balsas estén a kilómetros de distancia, nosotros los que estamos por la cuenca del río Caquetá, terminamos comiéndonos todos los pescados que bajan infectados”, me dijo con tono de resignación.
En el caso de algunos peces, el mercurio puede durar hasta tres años en sus cuerpos. Si se piensa en el piraiba (Brachyplatystoma flimantosum), uno de los bagres más grandes de la Amazonía o incluso en el dorado (Brachypltystoma rousseauxii), que viaja hasta once mil kilómetros, según estudios Wildlife Conservation Society. Sería imposible identificar las rutas exactas por donde se mueven, pero lo que sí se sabe es que lo hacen de un país a otro. Muchos viajan por aguas brasileñas y regresan a Colombia. En estos viajes comen grandes cantidades de bagres y otras especies recolectando todo lo que cae y nace del río. Para controlar el mercurio que acumulan sus cuerpos, habría que detener la intoxicación de toda la cadena alimenticia.
“Los científicos dicen que los bagres solamente viajan por los suelos de los ríos pero ellos van por todos lados. Nosotros vemos a las motas por encima, recibiendo todo lo que cae”, me corrigió Lucía cuando le aseguré que los bagres andaban únicamente por la profundidad, como me había contado mi amigo biólogo.
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