Un grano de arena por el Lago de Tota

Carlos Vicente Riveros | Agricultor de la región

Carlos Vicente Riveros Lemus está convencido de que con el abono orgánico que produce su familia se disminuye, así sea en una pequeña proporción, el dióxido de carbono que genera la utilización de estiércol de gallina sin tratar en los cultivos de cebolla que crecen a orillas del lago de Tota.

Este cuerpo de agua es un embalse natural de 6.000 hectáreas. Se sitúa a 3.015 metros sobre el nivel del mar y hace parte del complejo de páramo Tota – Bijagual – Mamapacha, un ecosistema de 151.247 hectáreas que comparten los departamentos de Boyacá y Casanare.

De acuerdo con datos del Ministerio de Ambiente, de este páramo dependen 430.000 personas y alberga el 16 % de las especies de flora reportadas para todos los páramos de Colombia.

El lago de Tota, localizado entre los municipios de Aquitania, Tota y Cuítiva, en el departamento de Boyacá, está a 200 kilómetros de la ciudad de Bogotá, es la principal fuente de abastecimiento de agua para 250 mil personas de seis municipios de la provincia de Sugamuxi y hábitat de la avifauna endémica y migratoria que se sirve de lo que este ecosistema le provee.

         

Un Ecosistema en riesgo

A pesar del servicio ambiental que presta al departamento de Boyacá y de que en 2007 el lago fue reconocido como Área de Importancia para la Conservación de Aves (AICA), su ribera y las montañas que lo circundan están dedicadas al monocultivo de cebolla.

Según datos del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, en esta cuenca se producen 279.825 toneladas anuales de cebolla larga lo que hace de Boyacá el departamento con mayor producción de esta hortaliza.

Carlos Vicente Riveros, estudiante de Ingeniería Agronómica en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC), reside junto a su familia en la vereda Daitó, de Aquitania, muy cerca del Lago. Los Riveros Lemus han sido testigos del deterioro de este humedal, especialmente por el excesivo uso de agroquímicos, y hace tres años decidieron apostarle a la diferencia. Tomaron el camino de la producción limpia y desde entonces están elaborando sus propios abonos.

    

Participaron de un programa impulsado por Corpoboyacá, la autoridad ambiental de la región; y Asoparcela, una asociación de cultivadores que promueve buenas prácticas agrícolas. La iniciativa vinculó a 10 familias y consistió en la adecuación de igual número de microtúneles o invernaderos de compostaje para preparar abono orgánico.

Allí comenzaron a mezclar desperdicios de cocina como cáscaras de frutas, papa, tomate y huevos, lo que sale de la limpieza de la cebolla, conocido como pelanza, y la cascarilla de arroz. Esta composición la combinaron con gallinaza, un abono proveniente del estiércol de gallina, cal y elodea, un alga invasora extraída del lago.

Este proceso tiene varias virtudes. La primera que evita el uso de agroquímicos. La segunda que la gallinaza es sometida a un proceso de tratamiento natural antes de ser aplicada a los cultivos y de esta forma se evita que por escorrentía llegue cruda directamente al lago. La tercera que permite aprovechar la elodea que se retira del espejo de agua y que por su rápido crecimiento reduce la capacidad de oxigenación del embalse.

De acuerdo con un documento de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) titulado ‘Agricultura orgánica y cambios climáticos’, “la agricultura orgánica no sólo permite que los ecosistemas se adapten mejor a los efectos de los cambios climáticos, sino que también ofrece un mayor potencial para reducir la emisión de gases invernadero”.

Allí también se señala que la aplicación de prácticas adecuadas de manejo podría incrementar los depósitos de carbono y las mejoras en la eficiencia energética. En otras palabras, el suelo bien cuidado, la rotación de cultivos y la promoción de mercados locales ayudan en dos sentidos: a disminuir la emisión de CO2 y a capturar los gases de efecto invernadero que le hacen daño a la atmósfera.

En el documento de la FAO se hace referencia además a lo acordado en el artículo 2.1 del Protocolo de Kioto que estimula a los gobiernos a promover modalidades agrícolas sostenibles y prácticas de gestión forestal, de forestación y de reforestación con el propósito de proteger y mejorar los sumideros y depósitos de los gases de efecto invernadero.

A pesar del beneficio que representa para la salud y el ambiente preparar la tierra con ese abono orgánico, Carlos Vicente asegura que el proyecto se vino a menos. Muy pocas familias continuaron por el esfuerzo adicional que implica, por el limitado apoyo institucional, porque el comprador no aprecia el valor agregado de producir limpio y porque el suministro de elodea por parte de Corpoboyacá es intermitente. La entidad se defiende, asegura que han tenido problemas cuando los equipos para extraer la elodea se estropean y que su compromiso con el proceso está firme.

    

Huertas familiares le disputan terreno al monocultivo de cebolla

El olor a verdura fresca con ese característico acento fuerte y ácido, que tanto gusta a los cocineros, domina el ambiente en la cuenca del lago de Tota. Es el tufillo de la cebolla larga.

El visitante lo percibe de inmediato cuando se desplaza por la vía de acceso al municipio de Aquitania, un carreteable pavimentado de cinco metros de ancho por el que se movilizan a diario los camiones que transportan el producto hasta las principales plazas de mercado del país.

A primera vista el contraste es inquietante. La majestuosidad del lago de Tota, con sus 1.900 millones de metros cúbicos de agua que soportan la vida de muchas especies, está rodeada por cientos de hectáreas de esta hortaliza de la que depende buena parte de la economía de la región.

El cultivo de cebolla en rama se extiende a lo largo de 2.665 hectáreas, ocupa el 11,8 por ciento de la cuenca del lago; produce 279.825 toneladas al año, genera 1.396.460 jornales y reporta ganancias por el orden de los $ 600 mil millones de pesos.

En contravía de ese próspero y rentable negocio, como un David enfrentando a Golitat, crece un puñado de huertas caseras que le dan vida a otros productos como lechuga, espinaca, acelga, cilantro, remolacha, zanahoria y algunos frutales, esenciales para la seguridad alimentaria de las familias y una opción de ingresos adicionales para el sostenimiento del hogar. A diferencia de las grandes plantaciones de cebolla, en estas parcelas se rotan los cultivos y se fertiliza la tierra con abonos orgánicos, menos lesivos, más sostenibles.

    

La FAO así lo reconoce. “La agricultura mixta y la diversidad de rotaciones de cultivos orgánicos protegen la superficie frágil de la tierra e incluso pueden contrarrestar el cambio climático al restablecer el contenido de materia orgánica”.

Las responsables de estos emprendimientos son amas de casa, madres, esposas e hijas de agricultores tradicionales que en 2012 se agremiaron en la Asociación de Mujeres Campesinas Proactivas de Aquitania (Asomuc) y en su constitución contaron con el acompañamiento de la Asociación Hortofrutícola de Colombia (Asohofrucol) y de la agencia de cooperación suiza Swissaid.

Nubia Carmenza Alarcón es su tesorera. Explicó que el propósito que motivó la creación de Asomuc fue el de rescatar el valor de la mujer y su aporte en el trabajo del campo y su compromiso con la educación de los hijos y la alimentación de la familia.

El componente de producción limpia que han incorporado en sus huertas incluye el uso racional del agua en el regadío y la preparación de abonos orgánicos para fertilizar el suelo de manera natural a partir de la mezcla de residuos crudos de cocina, desechos de la huerta, cal, melaza y el excremento de los conejos y las gallinas que también crían para aprovechar su proteína.