Hace poco estuve conversando con una colega que recientemente regresó a Colombia después de vivir en el exterior durante los últimos 25 años; casualmente, se trata del mismo tiempo que llevo yo viviendo en este país. Eso me hizo recordar las aspiraciones e ilusiones con las que en 1993 llegué a esta, mi hermosa nación por adopción. Asimismo, rememoré la calidad y creatividad de los colegas de muchas organizaciones ambientales colombianas y, además, las oportunidades para la conservación que aparecieron en el camino con la puesta en marcha de una nueva Constitución nacional en 1991.
Sin embargo, el entorno de suma confusión y violencia política de ese entonces –en un periodo particularmente turbulento en el marco del conflicto armado entre guerrillas, paramilitares y estado– nos trajo, a todos, momentos profundamente tristes. Algunos colegas y amigos fueron víctimas de esa violencia, como le ocurrió a don Eusberto Jojoa, un agricultor de la laguna de La Cocha, en el departamento sureño de Nariño, que nos acompañó en la gestión de las Reservas Naturales de la Sociedad Civil. Eusberto fue fuente de inspiración y de energía en la conservación de La Cocha frente al desarrollo de megaproyectos hídricos y energéticos, una lucha cuyos frutos siguen latentes: desde 2001, esta preciosa laguna es un sitio Ramsar y constituye el primer humedal alto-andino de importancia internacional en Colombia.
Un futuro verde
Ante los ojos de la conservación, el contraste de aquellos agitados años 90 con el momento que vivimos hoy es profundo y nos sugiere, para el futuro, un panorama sumamente alentador. Las organizaciones ambientales comprendemos que las dinámicas de guerra no están erradicadas en el país; sin embargo, celebramos los inmensos beneficios de que la confrontación bélica sufrida durante medio siglo entre el Estado y la guerrilla de las Farc esté dando paso a la reconciliación entre las partes. Y, con ello, a un clima político de posconflicto. Además, contamos con la certeza de que, pese a las circunstancias, siempre habrá quienes, como don Eusberto, inviertan esfuerzos colosos en la protección de los recursos naturales y sumen herramientas objetivamente útiles para enfrentar los retos ambientales que tiene el país. La sociedad civil colombiana de hoy está más comprometida, los medios informan al público sobre los temas ambientales y cada vez es más clara, para todos, la enorme dependencia que existe entre la conservación y el desarrollo sostenible. Esto permite que, de manera creciente, los sectores productivos se esfuercen para implementar prácticas y políticas de sostenibilidad y adaptación a los nuevos retos del cambio climático.
La pregunta es: ¿debemos confiarnos en que lo anterior es suficiente para cimentar un futuro mejor? La respuesta es negativa: tras décadas de esfuerzos para tejer armonía entre la naturaleza y las actividades humanas, para mí está claro que nada está garantizado. Para la muestra está el caso de Estados Unidos, mi país natal, donde las actuales dinámicas políticas traen frecuentes asaltos contra instrumentos y políticas ambientales logradas en el pasado. Por ejemplo, la decisión del actual presidente de retirar al país del Acuerdo de París; o el caso de la propuesta de un senador de Utah para desmantelar el Acta de Protección de Especies Amenazadas; o, también, el del secretario del Interior, quien busca modificar los tamaños y usos de varios monumentos naturales nacionales (una categoría de protección).
Deforestación y regulación hídrica
Para prevenir, en Colombia, desarrollos adversos a la conservación como los mencionados, debemos seguir aunando esfuerzos, teniendo muy en cuenta las presiones del presente y las que se asoman a futuro. Examinemos algunas de esas amenazas. Las más recientes cifras de deforestación en el país revelan que, solo en 2016, perdimos casi 179 mil hectáreas de bosque, un aumento de 44 % en comparación con 2015. Por su parte, el desarrollo minero a gran escala en los ecosistemas alto-andinos amenaza con generar impactos irreparables para la regulación hídrica de los andes colombianos. Y, sin duda, el fin del conflicto puede desencadenar algunos cambios no deseables, como la transformación de los ecosistemas naturales remanentes para responder a grandes emprendimientos empresariales y a la demanda de recursos y territorios. Además, está la omnipresencia del cambio climático, que conlleva numerosos fenómenos extremos y sus desastres asociados, como la trágica avalancha ocurrida en la ciudad de Mocoa, la capital del departamento de Putumayo, a principios de 2017.
Desarrollo territorial sostenible
Por eso, es imperativo que generemos conciencia, reforzando los avances del pasado y fortaleciendo la capacidad de respuesta gubernamental ante los retos que enfrenta la nación. Eso nos permitirá aprovechar las oportunidades de un país en paz, que son inconmensurables. Porque es en paz que llegan oportunidades para construir un desarrollo territorial sostenible e incluyente que fortalezca el rol de la sociedad civil; es en paz que se atrae el interés y el apoyo de la cooperación internacional; es en paz que mejorarán las veedurías ciudadanas y la protección de los derechos de participación, como la consulta popular; y es en paz que se honrarán, en mayor medida, los mandatos constitucionales para cuidar nuestra biodiversidad.
Colombia puede diferenciarse, en los mercados internacionales, por construir paisajes productivos sostenibles y cadenas productivas responsables en su impacto ambiental y beneficios sociales. Los ojos del planeta están puestos en este país, no solo por su compromiso con la reconciliación, sino también por el decidido liderazgo y compromiso de la nación con la Agenda 2030, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y con el Acuerdo de París en un escenario de posconflicto.
Columna publicada originalmente en efeverde.com